El Niño que nos trae Nuestra Señora de la Eucaristía entre
sus brazos, tiene unos dos o tres años. Como todo niño, comenzó su existencia
terrena en el útero de María, como un cigoto, es decir, como una célula
fecundada, tal como sucede en los embarazos humanos. Sin embargo, la
particularidad de su concepción, es que los cromosomas y genes pertenecientes
al padre, no fueron aportados por hombre alguno, sino que fueron creados de la
nada, por la omnipotencia divina, para poder así completar su carga genética. La
razón es que el Niño que nos trae la Virgen, no es como un niño humano más,
sino que es Dios Hijo encarnado, esto es, unido personalmente –hipostáticamente-
a una naturaleza humana.
Esto significa que el Niño tiene dos naturalezas, una
divina, que le pertenece por ser el Hijo de Dios, es decir, la Segunda Persona
de la Trinidad, y una humana, por haber sido creada esta naturaleza en el
momento de su concepción, sin que ninguna de ambas naturalezas esté mezclada
con la otra, ni se confundan la una con la otra. Desde el momento de la
concepción, el Niño tenía conciencia de ser Él Dios Hijo, y esa es la razón por
la que se lo llama “Niño Dios”, porque es Dios Hijo que se une a una naturaleza
humana y viene a nosotros como un Niño, sin dejar de ser Dios.
En la imagen de Nuestra Señora de la Eucaristía, el Niño,
como dijimos, tiene unos dos o tres años, y esto significa dos cosas: por un
lado, que si Dios viene como un cigoto, como un embrión, como un niño pequeño,
es para que no tengamos excusas en acercarnos a Él, ya que no viene en el
esplendor de su gloria, sino, precisamente, como un Niño pequeño, y nadie tiene
temor de acercarse a un niño pequeño. El otro significado tiene relación con la
Virgen: como Madre de Dios, la Virgen sostiene entre sus brazos a Dios hecho
Niño, lo cual significa que sus brazos son fuertes, tan fuertes como para
sostener y estrechar, contra su Corazón a un Dios. Y si la Virgen hace esto con
el Niño Dios, también lo hará con nosotros, que somos sus hijos adoptivos y
que, para entrar en el Reino de los cielos, debemos ser “como niños”, con la
inocencia y la pureza de la niñez, que solo la obtenemos por la gracia
santificante. Entonces, tenemos que pedirle a la Virgen de la Eucaristía la
gracia de querer ser como niños espiritualmente –lo cual no significa ser
infantiles-, para que Ella nos lleve entre sus brazos, nos estreche contra su
Inmaculado Corazón, y nos conduzca al Reino de Dios. Y para ser como niños espiritualmente, tenemos que recibir la gracia y la gracia la recibimos por los Sacramentos, principalmente la Confesión sacramental y la Eucaristía.
Nuestra Señora de la Eucaristía nos enseña que, así como un
niño pequeño, que acaba de golpearse y a causa del golpe comienza a llorar y a
buscar el consuelo de su madre, así también debemos hacer nosotros, cuando nos
suceda alguna tribulación: acudir, como niños pequeños, a los brazos de Nuestra
Madre del cielo y Ella, con todo su amor materno, nos llevará entre sus brazos,
nos estrechará contra su Inmaculado Corazón y nos hará conocer a su Hijo, el
Niño Dios, que trae uvas en sus pequeñas manos. Nuestra Señora de la Eucaristía nos trae a Dios, que viene como un Niño que nos convida uvas, para que sepamos que Dios nos ama y que siempre podemos y debemos confiar en Él.
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