miércoles, 24 de mayo de 2017

Las uvas que trae el Niño representan la Sangre de su Corazón y en su Sangre está el Amor de Dios


      
         Cuando contemplamos la imagen de Nuestra Señora de la Eucaristía, algo que nos llama la atención es el racimo de uvas que trae el Niño Dios, ayudado por su Madre. En efecto, entre los bracitos de Jesús, se destaca un gran racimo de uvas rojas, exquisitas. Podríamos pensar que es un gesto de delicadeza y amor de la Virgen y el Niño para quien se les acerca a ellos, de la misma manera a como una madre con su hijo quieren convidar con algo rico y dulce a quienes los van a visitar. Así sucede con quien se acerca a la Virgen de la Eucaristía y el Niño: ellos le convidan con algo, más que apetitoso, exquisito, pero es algo que no puede ser encontrado en esta tierra, porque viene del cielo. No se trata de uvas, ni tampoco de vino: se trata de la Sangre del Corazón del Niño Jesús, representada en las uvas, porque con las uvas se hace vino y el vino, en la Santa Misa, se convierte en la Sangre de Jesús, la misma Sangre que Él derramó hace veinte siglos en el Calvario, a través de sus heridas y su Corazón traspasado por la lanza.
         Entonces, las uvas que trae el Niño Jesús, representan la Sangre de su Corazón, y Él tiene tanto, pero tanto deseo de que bebamos de su Sangre, que permitió que su Corazón fuera traspasado por la lanza en la cruz, para que se derrame sobre nuestros corazones y nos dé el Amor de Dios, el Espíritu Santo. ¿Cómo llega a nosotros la Sangre de Jesús que brotó de su Corazón traspasado? Nos llega por medio de la Santa Misa, porque es misma Sangre que salió de su Corazón cuando el soldado romano lo atravesó con la cruz, es la misma Sangre que está en el Cáliz y en la Eucaristía.
Por un maravilloso milagro, que no podemos comprender pero que realmente sucede en la Misa y se “Transubstanciación”, el pan se convierte en el Cuerpo de Jesús y el vino, que se hace con las uvas que trae el Niño, se convierte en su Sangre, en la Sangre de Jesús. Cuando comulgamos, cuando recibimos la Eucaristía, bebemos de esta Sangre de Jesús, que es el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, aun cuando no sintamos gusto, ni a sangre, ni a vino, sino solamente a pan. Al comulgar, el sentido del gusto sólo percibe el gusto a pan, y la vista sólo ve algo que tiene la apariencia de pan, pero más allá de lo que vemos, lo que hay realmente en la Eucaristía, es el Cuerpo y la Sangre glorificados de Jesús, porque el Espíritu Santo ha obrado el milagro de convertir el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, dejando solo los accidentes del pan y el vino –el gusto, el sabor, el peso, etc.-, pero convirtiéndolos “por dentro”, en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
Por último, supongamos que nos apetecen las uvas, al punto de que son nuestra fruta preferida: ¿qué diríamos si una mamá y su hijo, con todo cariño y amor, nos ofrecieran unas uvas exquisitas, riquísimas, deliciosas, unas uvas que son las más ricas del mundo, y nos las ofrecieran sólo para que nos deleitáramos? Si nos gustan las uvas, pero las rechazamos, entonces algo no estaría bien en nosotros. Lo mismo sucede con la Virgen de la Eucaristía y su Hijo: Nuestra Señora de la Eucaristía y el Niño Jesús no nos traen uvas: nos traen la Sangre del Corazón de Jesús, contenida en la Eucaristía y esta Sangre Preciosísima nos comunica la Vida y el Amor de Dios, que es lo más hermoso que nos puede pasar en esta vida. Estamos deseosos de amor, y Nuestra Señora de la Eucaristía y Jesús nos quieren colmar con el Amor de Dios, pero para eso, debemos beber de la Sangre del Corazón de Jesús, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, Vino que se hace con las uvas y que por el poder de Dios se convierten en la Sangre de Jesús. Estamos deseosos de amor; la Virgen de la Eucaristía quiere darnos el Amor del Corazón de su Hijo, contenido en el Vino del Cáliz de la Misa. ¿Qué esperamos para saciar nuestra sed de amor, con el Amor de Jesús, contenido en la Eucaristía?

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