Cuando contemplamos la imagen de Nuestra Señora de la
Eucaristía, algo que nos llama la atención es el racimo de uvas que trae el
Niño Dios, ayudado por su Madre. En efecto, entre los bracitos de Jesús, se
destaca un gran racimo de uvas rojas, exquisitas. Podríamos pensar que es un
gesto de delicadeza y amor de la Virgen y el Niño para quien se les acerca a
ellos, de la misma manera a como una madre con su hijo quieren convidar con
algo rico y dulce a quienes los van a visitar. Así sucede con quien se acerca a
la Virgen de la Eucaristía y el Niño: ellos le convidan con algo, más que
apetitoso, exquisito, pero es algo que no puede ser encontrado en esta tierra,
porque viene del cielo. No se trata de uvas, ni tampoco de vino: se trata de la
Sangre del Corazón del Niño Jesús, representada en las uvas, porque con las
uvas se hace vino y el vino, en la Santa Misa, se convierte en la Sangre de
Jesús, la misma Sangre que Él derramó hace veinte siglos en el Calvario, a
través de sus heridas y su Corazón traspasado por la lanza.
Entonces, las uvas que trae el Niño Jesús, representan la
Sangre de su Corazón, y Él tiene tanto, pero tanto deseo de que bebamos de su
Sangre, que permitió que su Corazón fuera traspasado por la lanza en la cruz,
para que se derrame sobre nuestros corazones y nos dé el Amor de Dios, el
Espíritu Santo. ¿Cómo llega a nosotros la Sangre de Jesús que brotó de su
Corazón traspasado? Nos llega por medio de la Santa Misa, porque es misma
Sangre que salió de su Corazón cuando el soldado romano lo atravesó con la
cruz, es la misma Sangre que está en el Cáliz y en la Eucaristía.
Por
un maravilloso milagro, que no podemos comprender pero que realmente sucede en
la Misa y se “Transubstanciación”, el pan se convierte en el Cuerpo de Jesús y
el vino, que se hace con las uvas que trae el Niño, se convierte en su Sangre,
en la Sangre de Jesús. Cuando comulgamos, cuando recibimos la Eucaristía,
bebemos de esta Sangre de Jesús, que es el Vino de la Alianza Nueva y Eterna,
aun cuando no sintamos gusto, ni a sangre, ni a vino, sino solamente a pan. Al
comulgar, el sentido del gusto sólo percibe el gusto a pan, y la vista sólo ve
algo que tiene la apariencia de pan, pero más allá de lo que vemos, lo que hay
realmente en la Eucaristía, es el Cuerpo y la Sangre glorificados de Jesús,
porque el Espíritu Santo ha obrado el milagro de convertir el pan en su Cuerpo
y el vino en su Sangre, dejando solo los accidentes del pan y el vino –el
gusto, el sabor, el peso, etc.-, pero convirtiéndolos “por dentro”, en el
Cuerpo y la Sangre de Jesús.
Por
último, supongamos que nos apetecen las uvas, al punto de que son nuestra fruta
preferida: ¿qué diríamos si una mamá y su hijo, con todo cariño y amor, nos
ofrecieran unas uvas exquisitas, riquísimas, deliciosas, unas uvas que son las
más ricas del mundo, y nos las ofrecieran sólo para que nos deleitáramos? Si
nos gustan las uvas, pero las rechazamos, entonces algo no estaría bien en
nosotros. Lo mismo sucede con la Virgen de la Eucaristía y su Hijo: Nuestra
Señora de la Eucaristía y el Niño Jesús no nos traen uvas: nos traen la Sangre
del Corazón de Jesús, contenida en la Eucaristía y esta Sangre Preciosísima nos
comunica la Vida y el Amor de Dios, que es lo más hermoso que nos puede pasar
en esta vida. Estamos deseosos de amor, y Nuestra Señora de la Eucaristía y
Jesús nos quieren colmar con el Amor de Dios, pero para eso, debemos beber de
la Sangre del Corazón de Jesús, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, Vino que
se hace con las uvas y que por el poder de Dios se convierten en la Sangre de
Jesús. Estamos deseosos de amor; la Virgen de la Eucaristía quiere darnos el
Amor del Corazón de su Hijo, contenido en el Vino del Cáliz de la Misa. ¿Qué
esperamos para saciar nuestra sed de amor, con el Amor de Jesús, contenido en
la Eucaristía?
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