jueves, 28 de septiembre de 2017

Nuestra Señora de la Eucaristía nos da su amor maternal


         Cuando contemplamos la imagen de Nuestra Señora de la Eucaristía, que lleva en sus brazos al Niño Dios, nos recuerda a esas madres que, orgullosas de sus hijos, los llevan en brazos con todo amor, estrechándolos contra sus corazones, como queriéndoles infundir el amor que por ellos sienten.
         La Virgen de la Eucaristía ama tanto a Jesús, que lo lleva en brazos, y aunque Él es Dios, como es Niño, necesita protección y la Virgen, como Madre amorosísima que es, lo lleva en brazos y lo protege de quien quiera hacerle daño. Pero también, como dijimos, lo estrecha contra su pecho, como queriendo fundirlo con su Corazón Inmaculado, para que el Niño, por así decirlo, se alimente del amor del Corazón de la Virgen y, si fuera posible, viva dentro de su Inmaculado Corazón.
         Lo mismo quiere hacer la Virgen con todos y cada uno de nosotros: así como lo lleva al Niño Dios en sus brazos, y así como lo estrecha contra su Corazón Inmaculado, así quiere la Virgen llevarnos en sus brazos y estrecharnos contra su Corazón, para que experimentemos su amor de Madre celestial.

         Esto está muy bien, y es algo hermosísimo, pero algunos dirán: “¿Y qué pasa conmigo, que ya soy grande? La Virgen no me puede llevar en sus brazos”. A esto respondemos con las palabras de Jesús: “Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”. Si ya hemos crecido y hemos aumentado de estatura, es verdad que la Virgen no nos puede llevar en sus brazos, pero hay un modo en el que sí puede llevarnos entre sus brazos, sin importar la edad, y es llevándonos espiritualmente. Sin embargo, para que la Virgen nos pueda llevar espiritualmente entre sus brazos, necesitamos “ser niños”, como nos pide Jesús: “Quien no sea como niño, no entrará en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). “Ser como niños” quiere decir que, aunque seamos grandes, podemos tener la inocencia y la pureza de cuerpo y alma que tiene un niño recién nacido, y esto lo conseguimos por la gracia que se nos da en los sacramentos, ante todo, la Confesión sacramental y la Eucaristía. Por la gracia, podemos ser espiritualmente como niños, porque la gracia nos hace participar de la pureza y de la inocencia del Niño Dios. Por la gracia, somos como el Niño Dios, y ahí sí que la Virgen puede llevarnos espiritualmente entre sus brazos, y estrecharnos contra su Inmaculado Corazón, para hacernos sentir su amor maternal. Con Jesús y María, nada debemos temer, absolutamente nada.

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