(Reflexión en ocasión de la Visita de Nuestra Señora de la Eucaristía a un establecimiento de Educación Secundaria)
Cuando observamos la naturaleza y hacemos una comparación
entre los distintos tipos de vida que encontramos, incluida la vida humana, nos
damos cuenta que el hombre es el ser más frágil e indefenso de todas las
especies. Mientras las especies de animales irracionales son capaces de valerse
por sí mismos al poco tiempo de haber nacido –unos cuantos días, llegando a haber
especies cuyos ejemplares se valen por sí mismos prácticamente apenas nacidos-,
el ser humano, por el contrario, necesita no solo de días o meses para valerse
por sí mismo, sino de años y de muchos años. Aunque él mismo tiene las cualidades y capacidades para ayudar a otros, siempre está necesitado de ayuda. Por otra parte, el ser
humano es un ser que puede vivir solo, pero está hecho para vivir en
comunión interpersonal con sus semejantes, por eso es un ser que vive en
sociedad. Estas capacidades suyas no quitan lo que dijimos al inicio, esto es, que el ser humano es, de entre todas las especies vivientes, el más frágil de todos. Una muestra de lo que decimos es que un simple virus, un ser viviente invisible a los ojos debido a su
pequeñísimo tamaño, puede darle muerte –es lo que sucede, por ejemplo, con el
virus del SIDA o cualquier otro virus mortal- o puede incapacitarlo de forma
permanente.
Ahora bien, el ser humano no está solo. Además de contar con sus
progenitores y con sus congéneres -necesita de sus progenitores cuando es
pequeño, necesita de sus congéneres cuando es más grande- cuenta además con una ayuda celestial, por medio de la cual puede superar con creces cualquier adversidad que pueda
presentársele en el curso de su vida mortal: además de su madre biológica, el
ser humano –el cristiano- cuenta con una Madre celestial, la Virgen, que acude
en su auxilio ante el más ligero pedido de auxilio.
Así
como una madre terrena acude prontamente en auxilio de su hijo pequeño, que en
sus intentos por aprender a caminar se cae, se golpea y llora, así, de la misma
manera, pero con más premura y con más amor, acude la Virgen en auxilio de
aquellos de sus hijos que imploran su ayuda. Los cristianos católicos debemos
tener presente, a cada instante, esta hermosa verdad: tenemos una Madre del
cielo que vela por nosotros y que solo necesita, para venir en nuestro auxilio,
que elevemos los ojos del alma hacia Ella, para que la Virgen se haga presente
en nuestras tribulaciones.
Por
otra parte, no existe absolutamente ninguna dificultad, problema, tribulación,
tentación, que no pueda ser superada con la ayuda de nuestra Madre celestial.
Para
darnos una idea de cómo es esta Madre celestial que tenemos los cristianos,
conviene rezar con frecuencia la siguiente oración de San Bernardo:
Pero además de todo este auxilio que la Virgen nos brinda,
es nada en comparación con lo que Nuestra Señora de la Eucaristía quiere darnos, más allá de una
ayuda espiritual, por grande que sea: mucho más que el auxilio en toda
tribulación, la Virgen quiere darnos a su Hijo Jesús en la Eucaristía, lo cual
supera infinitamente todo bien que seamos capaces siquiera de imaginar.
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